
Sinopsis
PRÓLOGO La revolución será moral o no será. (Cahiers, II, 11, en la cubierta, en mayúsculas) A los diecisiete años, el alumno de filosofía y retórica Charles Péguy, en su último año de instituto, ya alardea de que no es cristiano. Y cuando más tarde rememora este año de 1890 recuerda que él y sus compañeros estaban preocupados sobre todo de no tener miedo, y de aparentar no tener miedo. Todos mis compañeros…no se libraron menos que yo de su catolicismo…Los trece o catorce siglos de cristianismo introducido entre mis antepasados, los once o doce años de instrucción y a veces de educación católica sincera y fielmente recibidos, pasaron sobre mí sin dejar rastro. Él mismo juzga su actitud personal de aquel momento como intransigente: Éramos duros... Decíamos atrevidamente que [afirmar] la inmortalidad del alma era metafísica...Y él mismo dice que no tuvo que pasar mucho tiempo antes de darse cuenta de que afirmar su mortalidad también era metafísica. Pero extrañamente este abandono del cristianismo de la infancia no parece responder al enfrentamiento moderno y falso entre fe y razón, tras el que tantos contemporáneos suyos se parapetaban, sino a una necesidad personal de que la verdad descubierta racionalmente se encarnara en la vida, se convirtiera en una mística. Con casi diecinueve años, a finales de 1891, cursando estudios en el instituto Lakanal, en las cercanías de París, para preparar su ingreso en la Escuela Normal, escribe a su amigo orleanés Camille Bidault: La filosofía es algo triste. Tengo la íntima convicción de que el padre Taupe me enseña un montón de cosas de las cuales él no cree ni una palabra. Pero yo le devuelvo la misma moneda y tampoco creo nada. Lo que se llama filosofía es un conjunto desecante, descorazonador, deprimente, enervante, analítico y antiartístico de doctrinas sin grandeza. La filosofía tiene todos los inconvenientes de las ciencias sin tener sus ventajas. Quiero decir que carece a la vez de poesía y de exactitud. En filosofía sólo las doctrinas absurdas son irrefutables: el fatalismo, el idealismo, el escepticismo son, cada uno desde un punto de vista particular, indestructibles. Por el contrario, las doctrinas algo convenientes, algo alentadoras, no se tienen en pie. Afortunadamente, querido, como tengo fe en un montón de cosas, me paso perfectamente sin la filosofía. ¿Dónde estaríamos si hiciera falta atenerse a ella para amar las cosas buenas y bellas? Lo mejor es creer sin pruebas y actuar, en lugar de soñar y filosofar. Al término del trimestre en que el joven Péguy escribe estas palabras, el jefe de estudios del instituto anota junto a sus calificaciones su convencimiento de que el alumno ha sido excelente desde todos los puntos de vista, pero hay que desconfiar de cierta tendencia suya a comprender las cosas al margen de la verdad. Al margen de la verdad oficial y establecida, tendríamos que precisar, tanto en los ambientes de la burguesía eclesiástica como en los ámbitos de la escuela republicana, burguesa y laica. A pesar de su excelencia, en junio de 1892, Péguy fracasa en la prueba oral y no consigue entrar en la Normal. La igualdad es una quimera, nunca habrá igualdad, también la fraternidad es necesaria. Según su propio testimonio, de habérsele permitido, Charles Péguy habría inscrito esta frase en las paredes del Patronato de San José, cerca de la Plaza de Italia de París, adonde acudía cada domingo para servir la comida a los pobres con algunos de sus compañeros del colegio Santa Bárbara. En este colegio habían estudiado Ignacio de Loyola, Calvino y, más recientemente, Jaurès. Él acababa de ingresar allí a los veinte años, en octubre de 1893, como becario interno y recibía lecciones en el instituto Luis el Grand...
Ficha técnica
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9788493899752
SEBASTIAN MONTIEL